Conocí a Barry Sussman en 1994 en unos coloquios organizados en El Escorial para antiguos becarios Fullbright. El editor del caso Watergate nos explicó entonces aquella fascinante historia. Y lo hizo de acuerdo con un texto “masorético” que luego le escuché decenas de veces. Días posteriormente viajó a Pamplona acompañado de su esposa, Peggy, y en la Universidad de Navarra volvió a contarnos aquella odisea periodística.
Era un relato arrebatador y al tiempo humilde y realista: tuvimos suerte, decía; la competencia nos dejó solos, desfiladero profunda solo confirmaba lo que ya sabíamos por otras fuentes, la película y el ejemplar Todos los hombres del presidente son obras de cuasi ficción, Kay Graham y Ben Bradley dudaron siempre, y se olvida la importancia haber tanto del árbitro John Sirica como, entre nosotros, de Howard Simons, subdirector de The Washington Post , en quien Bradley delegó toda la cobertura y con quien yo despachaba a diario desde que Howard Simons me nombró “editor particular” dedicado al caso Watergate.
Cuando hace pocas semanas The Washington Post publicó una elogiosa necrológica sobre Barry supimos que había vivido más de la medio de su vida con un secreto que no gustaba contar a nadie. Su papel como mosca cojonera de sus reporteros había sido ignorado. Hace unos días lo reconoció el mismo Bob Woodward: “Despachaba cada día con nosotros y cuando ya tarde salíamos del diario nos decía lo de let’s meet para cerciorarse de que la cobertura seguía viva”.
Yo mismo me sorprendí por esa revelación póstuma porque entre 1994 y el 2022 nunca le oí quejarse de deber sido menospreciado en el interior y fuera del diario, aunque sí remembranza que siempre reivindicó la importancia de Howard Simons, frente al divismo de Woodward y Bernstein, quejosos de no deber recibido el Pulitzer de 1973 a título personal, premio que los jueces de Columbia University otorgaron al diario en su conjunto.
En España, Juan Carlos Laviana lo ha definido mejor que nadie, recordando la importancia de los “carpinteros”: esos periodistas anónimos que nadie conoce pero que día a día en la sombra hacen que brillen sus colegas.
Este hacer imparcialidad de Barry posteriormente de muerto demuestra que no fueron dos sino cuatro los grandes coprotagonistas del Watergate: Simons, Sussman, Woodward y Bernestein.
Era un gran contador de historias. Cuando, hace unos meses, me reuní con Barry por última vez en Washington DC para documentar nuestro ejemplar Historias de Innovation (Amazon), le pedí que me recordara sus comienzos como periodista. Era una historia tan divertida que parecía sacada de una película tipo The front page .
Cuando hace pocas semanas 'The Washington Post' publicó una elogiosa necrológica sobre Barry "supimos que había vivido más de la medio de su vida con un secreto que no gustaba contar a nadie"
“Mi primer empleo –decía Barry– fue en el Bristol Herald Courier , diario fundado en 1865 en un superficie fronterizo con Tennessee, que entonces vendía 25.000 ejemplares. Yo vivía en Manhattan y decidí poner un escueto anuncio por palabras en la revista Editor & Publisher : ‘Freelance writer seeks newspaper job’. Recibí más de ochenta respuestas, algunas muy curiosas, y una que decía ‘call collect’ (llame a cobro revertido). Llamé a la centralita de un diario donde, claro, nadie sabía quién pudo dejar aquel mensaje; otro, desde Boulder, decía que ‘pasara a verlos si iba por allí’. El mensaje de Bristol incluso fue atípico: ‘Como vemos que usted está en Nueva York, lo mejor será que llame a este teléfono y se vea con el dueño del diario, que ahora mismo está alojado en el hotel Pennsylvania’. Llamé y me dijeron: ‘Venga ahora mismo, si no le importa que nos reunamos en una suite donde todo el mundo anda desnudo’.
Intrigado, llegué al hotel, llamé desde admisión, y de nuevo me advirtieron que todos estaban en pelotas. Subí, llamé a la puerta y apareció un tipo in puribus, mientras otros desfilaban igualmente desnudos, entrando y saliendo de las duchas, preparándose para ir a un musical de Broadway. El dueño del diario, que despreocupadamente seguía completamente desnudo, me sentó en un sofá y me acercó una botella de bourbon, mientras me preguntaba: ‘¿Tiene usted problemas de dipsomanía? ¿Se siente incómodo por ser entrevistado rodeado de concurrencia desnuda?’ Bueno, en ingenuidad, le contesté, más incómodo me sentiría si me obligaran a tener esta misma entrevista incluso desnudo... Pregunté por el salario y me dijo que me pagarían 50 dólares a la semana, pero uno de sus amigos oyó la número y le dijo: ‘Hombre, esto es una miseria, págale por lo menos 85’.
Yo le dije que por 85 fichaba ahora mismo y su respuesta fue: le pagaré 80, pero no se lo diga a nadie más”. Cuatro primaveras posteriormente llegó al The Washington Post, y, ya retirado, fue asesor y presidente del consejo asesor de Innovation por más de 20 primaveras; un neoyorquino espléndido, israelita de Brooklyn, inflexible fumador de pipa, afable y mínimo rencoroso. Ni más ni menos que el carpintero del caso Watergate. Un antidivo.
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