La última cuadro del coche VII de La Celestina contiene un fragmento que chocará a más de uno: “Que has sido hoy buscada del padre de la desposada que llevaste el día de Pascua al racionero; que la quiere casar de aquí a tres días y es menester que la remedies, pues que se lo prometiste, para que no sienta su marido la error de la virginidad”.
Con estas palabras, Elicia, la mozo alumna de la Celestina, le recrimina su tardanza. Y, puesto que la entrometida más famosa de la historia parecía no enterarse, la mozo le insiste: “¡Oh cómo caduca la memoria! (…). Tú me dijiste, cuando la llevabas, que la habías renovado siete veces”.
¡Siete veces! Para el leedor menos versado en estos asuntos, se impone puntualizar a qué nos referimos. Ni más ni menos que a una reconstrucción de himen. Más que eso, pues la reconstrucción era un procedimiento poco popular, a un fraude con el que se pretendía engañar a un recién casado. El que imaginó Fernando de Rojas (c. 1470-1541) en este pasaje debía de ser muy inocente. O, más proporcionadamente, un colaborador necesario de aquella parodia de castidad.
Porque, en impresión, y a pesar de lo que la mayoría pueda pensar sobre la Momento Media, en aquellos abriles proliferaron un sinfín de profesionales, humanidades científica y consejos sobre cómo fingir la virginidad. Para prueba, esta obra, la Tragicomedia de Calisto y Melibea, a la que la costumbre rebautizó como La Celestina.
Al crear a este personaje, por lo demás una pícara de manual, una encubridora que solo se movía por su propio interés, Fernando de Rojas estaba siendo un fiel protonotario de la verdad. Esa es la razón por la que muchos consideran su obra una comedia humanística, es afirmar, didáctica, más que una simple novelística.
Sanguijuelas de las de verdad
Tras estudiar el engendro, en su artículo "La 'renovación de novias' en La Celestina y otros autores" (2012), los catedráticos Enrique Montero Cartelle y María Cruz Herrero Ingelmo nos dicen que no se sabe con detalle cómo se realizaba el procedimiento. De lo que no hay duda es de que, puesto que muchos médicos no querían retener mínimo, era más propio de curanderos y de comadronas.
De los textos castellanos, explican Montero y Herrero, se extrae que la intervención se hacía con agujas e hilos de seda encerados. Al mismo tiempo, y para evitar la hemorragia, se usaban plantas medicinales como la cebolla albarrana o el cepacaballo.
Para quien no se atreviera a este procedimiento había toda una colección de embustes alternativos, la mayoría de los cuales aparecen en La Celestina. Más allá de hacer coincidir la perplejidad de bodas con el período, había quien se introducía sanguijuelas o vejigas de animal en la vagina. En Performing Virginity and Testing Chastity in the Middle Ages (2000), un experimentación sobre la sexualidad medieval, la investigadora Kathleen Coyne Kelly desgrana esas técnicas.
Tras introducir la sanguijuela en la vulva, se dejaba que esta se deslizara hasta el interior para hacer su mordedura. La costra que se formaba, unida a unas buenas dotes interpretativas por parte de la muchacha, harían el resto para que la treta funcionara. Menos desagradable que las sanguijuelas, Kelly incluso describe el uso de algunos remedios astringentes presentes en la naturaleza, entre ellos, el azúcar, la clara de huevo o la piña.
Un problema y muchas soluciones
Como muchos ya habrán experto, estos eran, por lo universal, procedimientos proporcionado toscos, más propios de ambientes plebeyos que aristocráticos, de acuerdo con los profesores Montero y Herrero. Para más de un pícaro, una forma de aprovecharse de la desesperación de alguna moza. A veces, las prostitutas se lo practicaban a ellas mismas, conscientes de la cotización de las vírgenes en el mercado.
En la humanidades española hay amplias referencias a estas artimañas, como en la obra de teatro El señor de Olmedo, de Lope de Vega. Siquiera Quevedo pudo resistirse a tratar el asunto. En el poema Suceso que, aunque parezca de conseja, fue definitivo, elogia la maña de una mujer: “Calcetera ha sido / de virgos y pollos: / puntos toma a unos, / calzas echa a otros”.
Resultan chocantes los manuales médicos de época medieval que explican como fingir la virginidad. Al fin y al extremidad, la medicina de aquella época ya se había asomado a la individuo del matriz. Gabriel Falopio, uno de los anatomistas más importantes del siglo XVI, dejó una detallada descripción del proceso por el cual se producía una hemorragia con la primera relación sexual.
Sin confiscación, y como señalan Montero y Herrero, unos siglos antaño de que apareciera Falopio, la humanidades científica ya había adoptivo una perspectiva actos cerca de el problema. Entre otros, en el Trotula, un compendio de medicina de gran influencia en época medieval, que debe su nombre a la médica italiana Trota de Salerno (c. 1050-c. 1097).
Con el objeto de evitar la humidificación y consolidar que los conductos parezcan intactos, ese manual incorporaba un relación de remedios astringentes (alumbre, audacia o nitro) para ser aplicados con un paño húmedo. Si se usaba de modo desproporcionada, el fertilizante de potasio incluso obraba el maravilla, debilitando la albarrada vaginal para que esta se rompiera con el roce del macho.
Sábanas manchadas
Esas técnicas incluso aparecen en el Canon de medicina del médico persa Avicena (c. 980-1037). Traducido por Gerardo de Cremona (1114-1187), a partir del siglo XII se convirtió, como comentan Montero y Herrero, en el manual indispensable para cualquier estudioso de la medicina. Que un manual de esta naturaleza enseñara a engañar a los maridos a muchos les dejará con la duda. ¿No existía humanidades sobre cómo destapar a una falsa casto? Por supuesto, y es la parte más surrealista de esta historia.
Sin duda, este asunto evoca las tradicionales “ceremonias del pañuelo”, que hasta no hace tanto sobrevivieron en algunas comunidades gitanas. Se prostitución de una tradición heredada del Antiguo Testamento, concretamente del compendio del Deuteronomio, donde aparece una “sábana manchada” como prueba en un juicio matrimonial.
Una evidencia poco precaria, pues es proporcionadamente sabido que la hemorragia de la “primera vez” se puede confundir con la regla, o que hay un sinfín de factores fisiológicos que pueden evitar el sangría en cuestión.
En Signs of Virginity: Testing Virgins and Making Men in Late Antiquity (2018), el rabino y teólogo Michael Rosenberg nos lo aclara. Más que la exigencia de raza, lo que estableció el Deuteronomio fue el ejemplo de que la castidad de una mujer debía ser buscada en su individuo. Sin duda, se equivocaron, pues el sinfín de pruebas que aparecieron en el Medievo no resultan más fiables que la del pañuelo. Desde fumigaciones hasta exámenes de orina, son a cada cual más estrafalaria.
Descomposición... a ojo de buen cubero
En su experimentación, Kathleen Coyne Kelly da algunos ejemplos. En un ritual complejísimo, el doctor italiano Niccolò Falcucci animaba a cubrir a las jóvenes con una sábana, para luego fumigarlas con carbón. Si lo olía, había mentido, y si se bebía la decisión y orinaba, incluso estaba mintiendo. De hecho, parece que cualquier cosa que hiciera la escaso muchacha la delataba. Lo mismo sucedía si era fumigada con una planta acedera y no se volvía pálida.
Menos desordenado, otro examen recomendaba a los mancebos escuchar tras la puerta mientras sus novias orinaban. Si no emitían un ruidito al hacerlo, o tardaban menos que un párvulo, se podía afirmar sin ningún mercaderías de dudas que eran vírgenes. Al menos, un método más discreto que las inspecciones de orina. Aparecidas en muchos textos, estas animaban a examinar la orina de las vírgenes. Sabiéndolo, más de una bebería mucha agua, pues los galenos decían poder indagar a una casto por su orina clara, casi transparente.
¿De dónde proviene esa obsesión enfermiza por la virginidad? Para los escolásticos de la Momento Media, los cuerpos de las mujeres eran, por naturaleza, imperfectos. Pespunte deletrear las Etimologías de san Isidoro de Sevilla, prócer visigodo y padre de la Iglesia. En ese texto, en parte un estudio etimológico, planteaba que el hombre se identificaba con la fuerza, y por extensión la virtus, y la mujer, con la blandura. De hecho, decía él, prueba de la corrupción de la hembra sería el flujo menstrual.
San Isidoro teorizó sobre el potencial nocivo de ese flujo, capaz de ennegrecer el bronce, escribió, hacer que los árboles pierdan sus frutos y retornar rabiosos a los perros. Un pensamiento en lista con su época, que consideraba la regla como un castigo por el pecado llamativo.
No todos bárbaros ni todas desgraciadas
En la historia de la humanidades occidental hay centenares de ejemplos de la mujer como fuente de tentación. San Ambrosio, otro padre de la Iglesia, creía que el mal había empezado por la mujer, al ser ella quien convenció a Sucio para engullir el fruto del árbol prohibido. San Agustín era más ajustado en su prospección, ya que no olvidaba que el hombre no se resistió a la tentación.
Tal como explicó Robert Fossier, uno de los medievalistas más importantes del siglo XX, conviene mirar esa época sin los anteojos del prevención antimedieval que heredamos del Renacimiento. Ni todos los hombres del Medievo fueron unos bárbaros de mentalidad obtusa, ni las mujeres unas desgraciadas obligadas a aceptar un himeneo que no deseaban. De hecho, el término “hombre del Medievo” fue objeto de engaño por parte de historiadores de la talla de Lucien Febvre o Fernand Braudel, a los que les parecía una simplificación ridícula.
Siquiera existe una “mujer medieval”, argumentaba Fossier, como si se pudiera encapsular un prototipo en mil abriles de historia. Y, si existiera, seguiría siendo la misma que hoy en día, pero en un contexto diferente. En Gentío de la Momento Media (2007), un compendio donde derriba, uno a uno, cada tópico sobre esa época, lo explicó sagazmente. Lo único probado, nos dice, fue la existencia de un sistema constitucional y social que subyugaba a las mujeres.
Ellas se comportaron mucho más como lo imaginamos, y menos como aparece en los cuentos de caballeros. Mujeres normales que –como pudieron– hicieron frente a un contexto que premiaba la virginidad y que, solo en ellas, celebraba la modestia, el temor, la vergüenza y la docilidad.
En la España medieval, las relaciones prematrimoniales fueron mucho más habituales de lo que se puede suponer. Prueba de ello son las promesas de himeneo que se hacían los jóvenes que querían confiarse antaño de decir (misa) la boda, o los contratos de mancebía. Aunque seguían siendo pecado, en la actos, estas eran legitimaciones de las relaciones fuera del himeneo. Y es que, hecha la ley, hecha la trampa.
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