En un fresco delirio a París a la retaguardia de Monet, me sorprende una cegadora retrospectiva, la primera en un siglo, de Giovanni Boldini en el Petit Palais: Los placeres y los días. El mago de la belle époque, se decía, de magnética irradiación femenina y elegida paleta cromática que había de modificar el regusto primoroso de Marcel Proust. Un pintor incapaz con inquina por las vanguardias de entreguerras, cierto, y tolerado más que admirado en los salones mundanos donde triunfaban sus figuras y audaces imaginaciones sensibles. El pintor de los secretos de la tinieblas y la insolente ostentación del despertar poderoso parisino, de la resaca de la Comuna y los hechos de mayo. Un sobredotado retratista de época, si queremos, con destreza, sagacidad y disciplina formal suficientes para traer a la memoria el mundo disimulado de Proust en la más exquisita secuencia visual del universo culto de la “renta del siglo XX”, entusiasta de sotto in su con las desinhibidas siluetas coetáneas que llenaban confidencialmente álbumes y carnets de coreografía.
Boldini había nacido en Ferrara en 1842 en un medio precario, su padre era interiorista y ducho artesano en el trazo de madonas que inició al hijo en el arte, octavo de un bullicioso clan. Escapado a Florencia, frecuenta la Corporación y en particular el Café Michelangiolo, cenáculo conspirativo de los macchiaioli, manchistas, entonces una secta de arrojados especuladores del color, que legitimó al intérprete italiano en el activo mercado emergente de retratos suntuosos y cosmopolitas europeos. Imberbe resuelto, en 1867 saltó a París y en 1870 cruzó el canal deslumbrado por la brillante tradición del retrato anglosajón del clasicismo tardío. En 1871, ya de dorso en París, cultivó el costumbrismo y las efectistas vedutte urbanas –Place de Clichy– desconcertado por el apabullante trasiego humano en calles y plazas céntricas que reprodujo con convicción realista y le abriría pronto los salones de una société demimondaine en elevación. Por sorpresa, se convirtió en el pintor de moda del tablado poderoso y sus modelos marcaron época por los vistosos efectismos cromáticos y la vivacidad de los fotogénicos encuadres que describían una nueva y transgresora feminidad clandestina: Feu d’artifice, Portrait de la princesse Bibesco y una apoteósica ambiente festiva, Au Moulin Rouge, son los ejemplos que definen la red social que Boldini administraba con mano dura y exigencia ciega. Era hombre de malos modos, bajo y gordo, de ojeada cortante y sonrisa fáustica que dominaba el hechizo del encantador de serpientes: los autorretratos son elocuentes y desenmascaran la arrogante distancia del dominador inmisericorde de modelos y clientes. Un mundo en descomposición, quizás, de transgresión ajuste que ve en Proust, atinado coincidencia, el intérprete y destino icono secreto.
Abomina del harapo y se cuela en los lujosos claroscuros de interior
Degas y Sargent fueron, sin retención, las referencias pictóricas confesadas por Boldini, los ejemplos admirados con quienes intimó –inmediato al primero llegó a recorrer España–. La fluidez de la mancha tonal dota su paleta de un colorismo versátil, de insinuadas conjuras visuales que convierten lienzos, telas y brocados en el demarcación arriesgado de la experimentación formal. Portrait de Miss Belle se impone con energía: la ojeada excitante, el seña burlón de los labios y la desafiante seguridad de pose e imagen diluidos en un mar de color que funde sombrío y encarnado en una intrépida y forzada postura de alerta. Boldini es así el equívoco testimonio de una sociedad a la que menosprecia, pero que alardea de dominar con la fascinación mágica de sus pinceles desbordados: compone y colorea con elegancia frenético.
El perfil cautivador de Lady Campbell, en sombrío satín roto por las rosas tramadas en colores suaves, es un buen alegato. El intérprete cede el protagonismo al desnudo en marfil rosáceo en cuello y brazos que sugiere un erotismo punzante y perfila una ambiente cautivadora. Tan alejado de la Conversation au café, temprana estampa florentina de una minuciosidad abiertamente belle époque y quizás el contrapunto narrativo de los altivos retratos por durar. Boldini es un intérprete que abomina del harapo y se cuela en los lujosos claroscuros de interior que descubren una clientela ávida, caprichosa e interesada a la que deberá sin duda triunfo y fortuna.
Boldini era hombre de malos modos, bajo y gordo, ojeada cortante y sonrisa fáustica
Pero volvamos a espaldas. Por azar, tras coquetear con la high life londinese, que curiosamente lo encumbró en la cima de Montmartre al cerrar el siglo, Boldini sedujo a Berthe, compañera, cómplice y confidente, que transformó su vida convertida en maniquí y destino metomentodo y quien lo introdujo en el taller del marchante de arte del momento: Adolphe Goupil, admirador rendido de damas encumbradas y fascinado por guitarristas y matadores. Un mundo destino viciado pero arrebatador. Los paisajes locales y costumbristas granjearon a Boldini nombre y seguidores fieles cuando el impresionismo declinaba, disfrazado con la esquiva máscara de la moda. Además es verdad que solo entonces Boldini apreció en su dimensión vivo las calidades de los colores frescos, vivos, que despertaron su deslumbramiento por la pintura clásica y disciplinada que llevaría al extremo en las tonalidades absorbentes y tensión cromática que enriquecen los retratos femeninos. Con una excepción, diría superior: el soberano Portrait du Comte Robert de Montesquieu que Boldini pintó al abrir el siglo, de indulgencia atrevida y rompedora en atuendo y actitudes: garrote de caña empuñado en plata, en mano enguantada, chalina negra suelta, presencia en guarda y atrevidos broches celeste bóveda celeste, recostado indolentemente sobre un sillón entrevisto. La figura maldita y envidiada del depredador, sibilino protagonista de los excesos que describen la carnavalada de cegados ciudadanos del mundo en terminación de un intérprete incontenible. Eran las vísperas de la carnicería de la Gran Supresión, la maldición del siglo XX.
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