El documental F reightened, the efectivo price of shipping (2016)explica de una modo muy fluido cómo se ha conseguido que en una tienda del centro de Barcelona podamos comprar una chaqueta por tan solo 15 euros y que al comerciante le sea rentable.
Nos muestra como esta prenda es una especie de Frankenstein, con algodón de Estados Unidos, tinte de la India, plástico de China y mano de obra de Bangladesh. Más de 30.000 quilómetros a sus espaldas, recorridos principalmente con transporte naval, capaz de cargar grandes cantidades a unos costes unitarios muy reducidos. Y así es como se han ido construyendo muchas cadenas de suministro en los últimos 40 primaveras: seleccionando los orígenes de cada componente, ubicando la producción en las fábricas más baratas y aprovechando una provisión entero muy eficaz. Un maniquí que, guste o no, nos ha facilitado chaquetas de 15 euros en el centro de Barcelona.
El gran problema son las externalidades negativas. Y es que el citado documental hace una rigurosa investigación para evidenciar los daños colaterales provocados por esta método comercial, demasiado ajena a sus responsabilidades sociales y medioambientales.
La globalización ha permitido depreciar los precios, pero ha creado externalidades negativas
El reportaje demuestra que algunas navieras eligen la bandera de sus barcos en función de la carta gremial de los países, inclinándose siempre por las más laxas, que les permiten disponer de trabajadores en adhesión mar durante meses, con salarios bajos y condiciones pésimas. De hecho, ser marinero se ha convertido en una de las profesiones más peligrosas, ya que cuentan con la pavoroso número de 2.000 muertes al año.
El documental además enseña que una vía para economizar costes ha sido el tipo de combustible que utilizan los barcos, equipados con motores de elevada capacidad de anexión, cosa que les permite funcionar con fueles de pérdida calidad. Teniendo en cuenta que un gran buque de mercancías puede consumir más de 200 toneladas de combustible al día, se ha calculado que uno solo barco puede emitir partículas contaminantes equivalentes a 50 millones de coches.
Es evidente que la consciencia ética, tanto de consumidores como de compañías, ha incrementado exponencialmente durante los últimos primaveras. Y además es una verdad que la pandemia ha mostrado la vulnerabilidad de las cadenas de suministro globales, abriendo un debate de fondo sobre el sistema financiero más conveniente. De hecho, decenas de estudios evidencian que las empresas más resilientes en el coetáneo contexto de dificultad son las que cuentan con modelos de negocio más sostenibles.
En una entrevista flamante en La Vanguardia, el arqueólogo Eudald Carbonell aseguraba que la humanidad no ha sido capaz de desarrollar una conciencia colectiva verdadera, y que las personas solo nos unimos transitoriamente, por egoísmo, cuando existe un miedo global, como ha pasado con la pandemia. “Si esto no prosperidad, colapsaremos como especie”, vaticinaba.
Las palabras de Carbonell invitan a reflexionar sobre si la concienciación es una organización suficiente a la hora de afrontar retos colectivos que impliquen esfuerzos individuales. En el caso de la seguridad viario, por ejemplo, España ha conseguido aminorar en más del 80% las muertes por incidente de tráfico durante los últimos 30 primaveras. Y la pregunta sería: ¿ha sido gracias a las campañas de sensibilización ciudadana o al endurecimiento de la regulación (radares, controles de alcoholemia y carnet por puntos)? En el caso de los retos asociados al consumo de productos sostenibles podemos hacernos un planteamiento similar: ¿es suficiente concienciar e informar acertadamente a los clientes o necesitamos desarrollar procesos eficientes para que se note positivamente en el faltriquera? Lo más probable es que se necesite activar las dos palancas, ya que los modelos insostenibles además seguirán jugando sus cartas y utilizando el precio como anuncio.
El problema es cuando se contraponen estos modelos responsables con la eficiencia económica. A menudo se utiliza el mantra de “la sostenibilidad es cara” para transmitir la idea que hacer las cosas acertadamente tiene que ser más costoso que hacerlas mal. Pero si esto es verdad, corremos el profundo peligro de no conocer dar a la sostenibilidad el impulso que necesita.
Porque no hay que olvidar lo que publicaba la semana pasada el noticia Consumer Perception Survey : el 64% de los españoles considera que el coeficiente más determinante en sus compras es el precio, un porcentaje que ha crecido 10 puntos en los últimos primaveras.
Estamos delante una verdad que obliga a casar la eficiencia con la sostenibilidad, entendiendo que es la única vía posible para hacer frente a lo insostenible. Hay que exprimir el potencial de la tecnología y sacar provecho de estrategias como la distribución de proximidad, la colaboración entre actores o la caudal circular. Todo el talento, el esfuerzo y el ingenio de las organizaciones debe focalizarse en crear chaquetas que aúnan ética y competitividad (y a poder ser, que no valgan más de 15 euros).
Publicar un comentario