Pocos primaveras a espaldas, todavía alguno imaginaba futuros perfectos. Utopías. Una nación nueva y reluciente, un planeta verde, conciencia universal. Entre deuda, pandemia y refriega, las utopías se esfumaron. Las distopías han tomado el jubilación de la mano de la información geopolítica y bioclimática. El futuro produce escalofríos. Anticipándose al fin del mundo, la civilización de masas ha normalizado en pocos primaveras las distopías en películas, series y novelas: catástrofes climáticas, enfermedades fuera de control, caos social.
Cormac McCarthy en La carretera (Random House) narra el alucinación desesperado de un padre y su pequeño hijo a posteriori de una gran catástrofe. El mundo ha oscurecido. Cocaína sombría.
La tristeza de nuestro tiempo no excluye ni la esperanza ni la tropiezo
Incendios. Los ríos cruzan tierras de ceniza. Un talco enfadado y agradable se extiende por las calles de los pueblos abandonados. Hay que esconderse de los supervivientes. Padre e hijo, unidos por el inclinación y el miedo, atraviesan un tétrico departamento dominado por clanes sanguinarios, bestializados. Puesto que encontrar comida es inasequible, ya que la naturaleza es improductiva y la civilización ha desaparecido, una cuadrilla de bárbaros se dedica a la caza de supervivientes. No los matan porque su carne se pudriría rápidamente. Atados a la albarrada cual pernil en la despensa, son consumidos por partes: ora las piernas, ora los brazos. Este episodio impresiona severamente al conferenciante. No por su truculencia (McCarthy es muy sobrio, sugiere más que cuenta), sino porque, a posteriori de Auschwitz, los jemeres rojos y el exterminio de Ruanda, ya sabemos de qué es capaz la condición humana. La número nos parece posible a fuer de impensable.
En un contexto catastrófico, el mal parece ser el único camino. Pero el inclinación incluso resurge: es el motor que empuja al padre a intentar una espantosa travesía para hacer posible, no su salvación, sino la del hijo. Lo logra encontrando un clase de supervivientes que se enfrentan al fin del mundo en fraternidad. He ahí una novelística sombría y estimulante a la vez. Expresión muy destilada de la tristeza y los miedos de nuestro tiempo. Una tristeza que no excluye la esperanza. Ni el sentimiento de tropiezo. Nunca, como ahora, la humanidad se había adentrado en el inquietante futuro con la conciencia tan plena de que podría haberlo evitado.
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