Una visión desde España

Una ciudad, adicionalmente de un enclave geográfico, es un acto de fe sustentado en una convención. Cambia pues con el curso del tiempo. Es un nombre –siempre desigual, como las personas– que evoca ritos, símbolos y conductas que comienzan siendo propios hasta que se convierten en universales. La fundación de una ciudad es un poema de autor incógnito. Al mismo tiempo se asemeja mucho al proceso de educación sentimental de un individuo.

Lewis Mumford pensaba que el material con el que están hechas las ciudades es el tiempo. En toda ciudad conviven en paralelo, según su memoria, cortes de distintos momentos, la herencia de épocas pasadas y actuales, el patrimonio que otorga la historia y la destrucción que traen los cambios de mentalidad. Poco análogo sucede con sus habitantes: proceden de otros sitios o persisten en el extensión. Esto es suplemento. Lo trascendente es que lo comparten.

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Trabajadores durante los preparativos en Fira Barcelona del Mobile World Congress 2023 




Alejandro Garcia / EFE

Barcelona es una aleación con estratos del pretérito, hechos del presente y profecías sobre el futuro. Un caudal alimentado por distintas aguas. Su perfil más clásico cohabita con un sinfín de heterodoxias propias. Burguesa y portuaria. Gótica y moderna. La gran renta de la España mestiza. Presencia desde las extramuros, la Ciudad Condal todavía retiene parte de su célebre capacidad de fascinación, aunque el tiempo haya modulado algunos vínculos subjetivos. Desde la idoloatría mayúscula se ha ido transitando cerca de una perspectiva más pragmática.







Presencia desde las extramuros, la ciudad retiene parte de su célebre capacidad de fascinación, aunque el tiempo la haya modulado

En el Sur, la renta catalana ha sido un faro de vanguardia y una tierra de promisión. Un destino industrial donde la prosperidad no era una quimera y relato ineludible de muchos movimientos sociales y políticos. Nuestra primera embajada (interior) en Europa y, en los abriles del tardofranquismo, el tablas para ejercitar la albedrío en un país que carecía de ella.

Esta estampa parte de la idealización: se canta lo que se pierde o, en su defecto, lo que no se ha tenido. La migración meridional encontró en Barcelona un destino donde prolongar su horizonte, aunque los pioneros, como ocurre en otras muchas partes, no lo tuvieran posible. En la España de finales de los setenta ser cosmopolita equivalía a ser (o ejercitar) de barcelonés.

La reverberación de su industria intelectual –renta editorial y centro de la galaxia popular que representaron las subculturas del underground, los cómics, los tebeos y las novelas de kiosko– o su conversión (circunstancial) en la sede oficiosa de la letras hispanomericana hicieron de la metrópolis catalana el gran ateneo de España antiguamente de las autonomías.







La ciudad catalana puede, y debería, ser contrapeso al centralismo si reformula su tradición de ciudad abierta

El 92 consumó el brinco (colosal) de escalera: la modernización democrática, simbolizada por la Expo y las Olimpiadas, sacó al Sur del subdesarrollo. A Barcelona la entronizó como la ciudad del diseño, el urbanística y la construcción contemporánea. Era el extensión donde había que ir y, a ser posible, estar. El espejo en el que mirarse. Lo que parecía ser inusual en Sevilla –una ciudad que, como escribió Chaves Nogales, se piensa cima de sí misma– en Barcelona se daba por supuesto. La España moderna era la Ciudad Condal.

Las fascinaciones mudan con los abriles. La deslumbrante imagen del 92, como sucede con los grandes relatos en un mundo irreversiblemente posmoderno, ha perdido parte de su seducción. Este desgaste inaugura otra etapa, no enunciada pero lógico. En un país como España, articulado desde el punto de apariencia institucional al servicio de la grandeur (relativa) de Madrid, la ciudad catalana puede –y sin duda debería– ser un contrapeso al centralismo si reformula su propia tradición: la ciudad abierta a todos los mares posibles, incluidos los terrestres.

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Una imberbe con paraguas en el Park Güell con la ciudad de Barcelona de fondo 




Mané Espinosa

La oportunidad requiere cuestionar lugares comunes y vencer resistencias. La principal es el número ambiental. La segunda, el punto cultural. Barcelona y Madrid compiten desde el siglo XIX en una dialéctica, ajena a los intereses del resto de España, cuya explicación tiene que ver con el imaginario que sus élites tienen sobre sí mismas. Se percibe en los mensajes, conciliadores o agresivos, que se trasladan desde ambas orillas. Desde la idea de una hipotética capitalidad compartida a las pugnas que afectan al teatro y a las empresas.







Se ha conocido como cuna modernista, renta mediterránea y, en tiempos recientes, la zona cero del ‘procés’

Madrid añadió en el 2004 a su condición de centro político una idea de marca que postula un monopolio simbólico: la suma de todos. Barcelona, en cambio, ha sido identificada como cuna del Modernismo, renta del Mediterráneo, ciudad de los arquitectos y, en tiempos mucho más recientes, la zona cero del procés .

Desde una perspectiva ajena de la ilusión, su mejor cualidad es su indiscutible sensibilidad periférica. Otra forma (distinta) de identidad. Y un método para reinventarse. Los vínculos entre el Sur y la Ciudad Condal, guerras políticas al ganancia, facilitan las condiciones para que la ciudad catalana ejerza como la gran plataforma de iniciativas de otros territorios a los que el Madrid oficial ignora, aunque se adjudique (de oficio) su representación simbólica.

La competencia entre Madrid y la Ciudad Condal, que en otras partes de España se siente como un doble centralismo, ayudaría a renovar la imagen de Barcelona como un espacio más fértil si, en vez de obstinarse en quimeras imaginarias, se aplicase al contorno práctico de lo eficaz, tejiendo alianzas con otras ciudades y sociedades con las que los lazos culturales y sentimentales son estrechos, como con Andalucía. Convirtiéndose en una caja de resonancia alternativa al monopolio de Madrid. Contribuyendo a que cristalice una idea de España que sea tan mestiza como siempre ha sido Catalunya.

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