Si el mercado de la Boqueria es el guardarropa impoluto, la plaza de la Gardunya, situada en el extremo opuesto a la Rambla, sería la trastienda en el sentido más tendero del término: el cuarto de las escobas que no tiene por qué estar adecentado. Esta plaza, en el backstage de uno de los escenarios más instagrameados del planeta, es un puesto donde resulta evidente la degradación del centro de la ciudad, agravada por la súbita arribada de decenas de miles de visitantes.
Las papeleras rebosan de porquería en las horas punta, cuando las familias locales y foráneas que visitan la plaza tienen que convivir con los vestigios de noches propias de tiempos más oscuros, como las jeringuillas hipodérmicas. La presencia de la remodelada Escola Massana en la plaza ha ayudado a contener la degradación del entorno, pero desde este centro de formación de artistas y diseñadores se podría hacer probablemente más para recuperar este espacio divulgado del que asimismo es vecino el Institut de Civilización de Barcelona (ICUB), en la Virreina.
Es difícil sintonizar con el antiturismo cuando hoy mismo hay destinos globales saturados de barceloneses
Una iniciativa municipal impulsada por el restaurante Bacaro de la calle Jerusalem, convocatoria Urban Pádel Boqueria , que consistiría en organizar un campeonato de diez días de este deporte en la Gardunya, retraso aún respuesta por parte del Consistorio. El objetivo es fomentar el espíritu de morería con eventos participativos. Según Alfredo Rodolfi, cofundador de Bacaro, el futuro torneo, presentado al Consistorio hace tres meses, cuenta ya con patrocinadores y se establecería una colaboración con la Boqueria.
La inminencia de un verano turístico que puede aventajar incluso la afluencia prepandémica ha disparado las alarmas. Al mismo tiempo, se acentúan las tendencias extremas: emerge con fuerza renovada la turismofobia, tanto en el discurso de ciudad como en los grafitis callejeros y, por otro flanco, proliferan las apuestas por el turismo de bajo coste, desde los paquetes turísticos reventados de precio hasta la propuesta indiscriminada de brebajes callejeros de dudosa potabilidad.
Este maniquí low cost sería a la ciudad lo que a la industria textil es el aberración Shein, el fabricante chino que revienta precios a cojín de ignorar los derechos laborales de su plantilla y las normativas medioambientales más básicas.
Sin incautación, es difícil sintonizar con ciertos discursos antiturismo sin tener en cuenta que hoy mismo, mientras se leen estas líneas, el catalán puede estar perfectamente entre los idiomas más hablados en la plaza San Entorno de Venecia, en la de la Signoria de Florencia o en el Bairro Parada de Lisboa.
Es cierto que muchas personas que se quejan del turismo en Ciutat Vella son barceloneses que no disponen de medios para alucinar y que solo pueden percibir la cruz de la moneda. Pero el discurso turismofóbico se ha extendido mucho más allá del segmento de población con último renta.
Está claro que Barcelona no es un caso apartado de ciudad con peligro de desnaturalizarse por la avalancha turística, aunque es probable que sea una de las más reticentes a la hora de sospechar sin complejos por una propuesta cultural vibratorio que condicione (en el dilatado plazo) el tipo de visitantes que recibe.
Habrá que ver qué partido reto en la campaña por alentar la turismofobia
En cualquier caso, conviene diferenciar entre dos tipos de aspecto crítica con el turismo. Por un flanco, están los comportamientos que encajan perfectamente en el neologismo turismofobia , como el del descerebrado que pintó la frase “Tourists go home” en una albarrada de Santa Maria del Mar. Para entender a quién benefician más estas pintadas (al patrimonio histórico seguro que no), habrá que prestar atención a qué candidatura política alienta la turismofobia en la campaña municipal.
Se comentó durante la época más dura de la pandemia que el comercio, los hoteles y la restauración disponían de una gran oportunidad para congraciarse con una población locorregional a la que algunos negocios del centro habían tratado con desconsideración durante la época álgida del turismo. El regreso a la normalidad demuestra que no todo el mundo ha querido ilustrarse la ciencia. En algunos locales céntricos se vuelve a aplicar a residentes y visitantes el reducido popular denominador “del toma el metálico y corre”.¿La oportunidad perdida?
Y, por otro flanco, están quienes, desde el sentido popular, piden medidas de control e inversiones de choque en transporte divulgado, seguridad o recogida de basura en los barrios más expuestos, medidas necesarias para certificar la convivencia municipal.
Convendría, efectivamente, confinar los cruceros que no hacen confusión en Barcelona, que son los que saturan el centro de visitantes ansiosos y que perjudican, sobre todo, al turista de calidad (el que respeta la ciudad que reconocimiento). Todavía los bicitaxis, que expulsan a los ciclistas del carril bici.
Pero, más allá de estas medidas que impulsa el Consistorio, se requiere de un discurso en el que converjan la crítica de los excesos del turismo con la admisión de que Barcelona será siempre una ciudad dependiente, en viejo o último categoría, del metálico que aportan sus visitantes. En la misma medida en que los barceloneses contribuyen a la riqueza de otros destinos turísticos allá de su término municipal.
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