Solo faltaba Luis XVI

La mujer de Biden viste de rojo, mira a Letizia. La reina Letizia viste a topos, mira a Jill Biden. Luego, la nuestra cambiará ese advertencia a la moda española por un vestidito azabache y moño en parada, que ni Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes.

Sánchez y Biden visten igual, chaqueta zarco marino, camisa blanca almidonada y corbata acertadamente anclada. Igualmente se miran cual tortolitos. El segundo le dice al primero que nos considera “un amigo indispensable”, qué miedito.

Esa cena versallesca resultaba casi pornográfica

La nieta de Jill Biden se planta allí con un chándal corriente desmenuzado y zapatillas menorquinas. Estará deseando irse de paseo y saltarse el saludo, pobrecita.

Son imágenes cogidas al planeo en los actos de la cumbre de la OTAN, que, con la que está cayendo conjuntamente, resultan poco repugnantes por vacías. Un insulto al ciudadano porque corresponden a lo contrario de lo que anuncian sus discursos. Biden, por ejemplo, declaró haberse sentido “horrorizado” con las imágenes de los fallecidos por asfixia en el camión que pasó la frontera de EE.UU. con México.

En la cena de indumentaria he acostado en error a Luis XVI. Esa cena versallesca, tanto líder suelto comiendo atún rojo y bogavante, ternera glaseada y oliva esférica, tanta Gilda de salmón tiznado y espuma de coco, resultaba casi pornográfica.

Para un monárquico, hay que reconocerlo, la reina Letizia es un caramelo de profesional. Siempre regia, siempre en su sitio, clase acertadamente aprendida y disciplina heredada de su exigencia periodística, en su otra vida. Dominio de los idiomas, bracitos musculados, coreografía protocolaria a punto...

Les ha estropeado la fiesta un camión con 51 emigrantes internamente, muertos, asfixiados en una carretera secundaria de Texas. Y todos los que fallecieron al intentar saltar la valla de la frontera de Melilla y se encontraron la sinrazón y la violencia. Luego, dale al singladura­vante.

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