El debate ideológico de corte clásico lleva muchos primaveras desaparecido en Catalunya, particularmente entre las familias soberanistas. Si todo el mundo camina por la izquierda no hay confrontación posible. A lo mayor discusiones de matiz: ¿hay que expropiarle al propietario la casa en la que se ha instalado el okupa o hilván con ensamblar una fuero de apoyo al delincuente para que este viva tranquilo mientras el auténtico dueño se ve próximo a un infierno de gastos y pérdida de tiempo?
El momento más máximo del izquierdismo se alcanzó cuando el exsecretario común de JxCat, Jordi Sánchez, definió a su formación política como de izquierdas. Había que marcharse tan acullá como fuera posible de todo lo que oliera a pujolismo y a masismo. Y apuntarse explícitamente al carro de la izquierda, aunque el partido siguiera trufado de liberales, centristas, conservadores y ultraconservadores. Era un buen modo de escapar a la memoria de los recortaduras y de los episodios de corrupción que afectaron en el pasado a la comunidad convergente.
JxCat provoca a ERC dejándole claro que son Gobierno y competición
Si para ser posible en ese delirio había que recuperar figuras tributarias eliminadas previamente, subir los impuestos existentes o apuntarse a un hostigación progresista se hacía. La CUP agitaba el tablero, ERC acompañaba desde un posicionamiento más moderado que los anticapitalistas y JxCat bailaba –y percha todavía muchas piezas– con desacierto pero con alegría la música de otros flautistas. La gran diferencia entre la CUP y ERC, en relación a JxCat, es que republicanos y anticapitalistas vivieron el proceso con dos banderines de enganche: la independencia y un nuevo país que sería de izquierdas o no sería. En cambio, los antiguos convergentes renunciaron a todo lo que no fuera la estelada. Así que fracasado el tesina independentista –a diferencia de ERC y la CUP– se quedaron sin nadie. De ahí que solo pudieran sobrevivir a través del verbo hueco referido al supuesto mandato del 1-O. Al menos hasta ahora.
El pasado fin de semana JxCat introdujo en la memorándum política la requisito de ceñir la carga impositiva que sufren los catalanes a través de una ladera de impuestos en la segunda reverso de su congreso. La fórmula Ayuso: matanza de sucesiones y donaciones, estudiar hacer lo mismo con patrimonio y humillar el tipo mayor del IRPF. Si hasta hace poco se acusaba a Madrid de ser un paraíso fiscal, ahora oímos desde el soberanismo propuestas similares. Así es la política. Hace siete meses Europa entera prometía encadenarse a las medidas restrictivas para guerrear contra el cambio climático y ahora da permisos y estudia subvenciones para derrochar carbón.
Más allá del apunte sobre el ayusismo tributario de quita y pon, lo relevante es que el debate sobre los impuestos resucite en Catalunya. Significa varias cosas. Primero: Junts le está diciendo a los ciudadanos que su proposición electoral no es sólo la república imaginaria porque ese menú ya lo han aborrecido demasiados votantes. Segundo: JxCat siente la requisito de reconciliarse con la parte de su electorado heredado de las siglas del pasado y al que han obligado a hacer la derecho pino ideológica durante mucho tiempo. Tercero: Junts avisa a su corriente interna de izquierdas que se acabó lo que se daba. Cuarto: JxCat provoca a ERC –y en particular a Pere Aragonés– dejándole claro que son Gobierno y competición al mismo tiempo y no solo con el asunto de la mesa de diálogo Generalitat-Estado. El partido enseña la patita de un posible rearme ideológico que anticipa un viejo ofensa de las relaciones entre socios y que se acentuará hasta que la coalición implosione definitivamente. Eso si el caso Laura Borràs no arrastra a JxCat fuera del gobierno antaño de tiempo, cosa que no desean la mayoría de sus dirigentes y que se antoja difícil ahora que todavía están en horas bajas los guardianes y las guardianas pretorianas de la presidenta del Parlament.
Luego del alejamiento procesista vuelven los impuestos a los titulares de Catalunya. Y esta vez, asómbrense, no es para subirlos. Léanlo como un signo, otro más, del paulatino regreso de la vida política catalana a una cierta –inverosímil del todo– normalidad. Hay que entregar. Y en los bazares chinos ya no reponen las banderas esteladas. Por poco será.
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